lunes, 30 de noviembre de 2015

PERCEPCIÓN  ATEMPORAL

 Como una nube extraña flotaba en el ambiente y me decía que estaba por suceder algo dramático a  mi alrededor.

Las primeras manifestaciones fueron un oscurecimiento casi completo del cielo, truenos cada vez más fuertes y relámpagos más y más próximos que impresionaban mis retinas con su luminosidad. Luego, ruidos que parecían provenir de las profundidades de la tierra.

Al rato de observar esto, comencé a sentir que el piso del departamento vibraba entre tenue y lentamente primero hasta llegar a producir la caída de objetos apoyados sobre los muebles a los pocos segundos, y por último, el estrepitoso desprendimiento de parte de las paredes, de la araña de la sala y de trozos de cielo raso...

No sabía a ciencia cierta lo que estaba sucediendo.

Lo que sí podía suponer era que se trataba de un terremoto o algún fenómeno parecido que estaba asolando a la ciudad. No me atrevía a desplazarme, llegar hasta el teléfono y discar el número de Emergencias.

El pánico se iba apoderando de mí ante la posibilidad de un desastre  total.

Tanto que no atinaba a moverme del lugar donde me hallaba; rodeada de yeso, de trozos de porcelana y vidrios, mampostería hecha añicos y demás.

Permanecí  por unos instantes estática.

Al cabo de unos minutos comencé a percibir los sonidos que provenían de edificios cercanos. Los gritos de dolor mezclados con angustiosos pedidos de auxilio de los heridos.

Empecé a ver pequeñas grietas en el piso de la habitación que iban modificando sus formas de manera rápida y constante.

Yo me encontraba paralizada, de pie, sobre una especie de isla.

A mi alrededor veía como una  enorme víbora que se deslizaba dejándome aislada del resto de las habitaciones que constituían mi departamento.

El pánico, que iba inmovilizándome, era terrible. Ni siquiera trataba de gritar, de emitir algún sonido que pusiese en evidencia mi situación desesperada.

No me daba perfecta cuenta del tiempo transcurrido.

Cada vez me resultaba más difícil moverme o intentar solucionar la situación en la que me hallaba.

Percibía cuanto sucedía y a pesar de ello, no podía efectuar movimiento alguno ya que corría el  peligro de caer en el vacío para siempre. Mi mente, sin que yo lograra evitarlo, fue retrocediendo en el tiempo hasta hallarme con mi propio nacimiento: “Veía claramente las luces del exterior; aunque no lograba distinguir forma alguna. Para mí la luz era tan desconocida que hería mis ojos semicerrados. Además, sentía como una ola de aire frío que iba penetrándome y como una fuerza superior a mi voluntad que me catapultaba hacia el vacío. Yo, no solamente no podía controlar la acción de dicha fuerza, sino que me sentía sometida a una serie de acontecimientos extraños. Así, escuchaba un estridente sonido y no sabía de dónde provenía, ni lo que quería significar. Tampoco lograba entender la razón por la cual debía abandonar el lugar adonde me sentía tan segura e ingresar dentro de una atmósfera enrarecida que obligaba a mis  pulmones a trabajar doblemente.

No sabía por qué salía despedida hacia el exterior a través de un inmenso túnel; de cuya existencia no tenía noticias, pero que sería el que me permitiría conectar dos universos... Al cabo de unos instantes que me parecieron interminables, me sentí transportada por dos enormes manos que me apretaban la carne hasta  producirme dolor...”

–¡Ea! ¡Oiga!

¿Quién me llamaba? ¿De dónde provenía esa voz? ¿Sería de ultratumba?

Quizá me indicaba que alguien había permanecido con vida después del cataclismo...

–¡Mujer!–. Una voz masculina me llamaba desde algún sitio.

–¿Quién? –atiné a pronunciar.

–Soy yo –oí una voz humana en medio del derrumbe.

–¿Quién? –insistí.

–Yo. El Hombre del departamento de al lado. Su vecino. Nos hemos salvado. Es un milagro. Todo el Edificio, menos este trozo, se ha derrumbado. Del resto de los habitantes, nada sé. Sólo alcancé a oír un quejido... ¿Está herida?

–No sé –respondí con un hilo de voz.

–No sé en qué mundo estoy viviendo... –continué al rato.

–¡Está a salvo! Déme una de sus manos. Yo la conduciré a través de este laberinto de grietas. No mire hacia ningún sitio. Sólo sígame –habló nuevamente el hombre.

–Es que no tengo fuerzas. No me puedo incorporar –contesté.

–Apóyese en mí y saldremos de este lugar cuanto antes –dijo el vecino.

Me arrastré como pude. Me aferré a la mano que me tendía. El miedo me absorbía impidiéndome realizar los movimientos de incorporarme y caminar. Mis piernas se doblaban como si fuesen de goma. ¡Imposible! –le dije –. No puedo desplazarme. No puedo sostener mi propio cuerpo. No deseo seguir viviendo.

–¡Márchese y déjeme aquí! –grité.

El vecino, entonces, se deslizó por entre las grietas y se acercó a mí.

Al verme aterrorizada, sólo atinó a tomar una de mis manos con decisión y a arrastrarme como pudo por entre los escombros del techo hasta llegar a su derruido departamento. Una de las habitaciones estaba casi intacta. Era como él había dicho: “Un milagro”.

Mi salvador me condujo a un sillón y allí me depositó.

–En un momento regreso. Veré los alrededores. Puede ser que halle alguien más con vida –dijo –,  y se marchó.

Mientras mi vecino se alejaba, alcancé a divisar una enorme forma que avanzaba sobre mí y que me tomaba en sus brazos...

–¡No! –un grito desgarrador que se expandió por entre los edificios destrozados, partió de mi garganta y me desplomé en un desmayo.

Cuando regresé al mundo de la conciencia, ví a Mariano, que así se llamaba mi vecino, a mi lado. En sus brazos, sostenía un Bebé que dormía plácidamente después del terremoto de mayor intensidad que hubiese asolado a la Ciudad de San Cristóbal.

 

 

 

 

 

 LA CHAPA DE BRONCE

 La Boca, marzo de 1960.

Lo importante es eso. Sí. Llegar. Ser alguien. Recibirse de doctor o por lo menos, de algo. Pero, recibirse. Porque la  sociedad podía perdonarle muchas cosas. Por ejemplo, dejar una mujer embarazada y marcharse al ver el primer síntoma; o aprovechar su amistad con el ministro para traer al país artículos de contrabando; o también el tener tantas deudas como letras en su nombre y apellidos que... ¡Eran unas cuantas!...Como que se llamaba Eduardo Scianginatto Caruccio.

Era hijo natural. ¿Sería acaso por esa razón que  su madre lo había anotado con dos apellidos?

Esto también le habían perdonado. Nadie le había echado en cara el hecho de no tener padre legal como el resto de los muchachos del barrio.

Nunca pudo averiguar de dónde había sacado su madre esos apellidos.

Sin embargo, no podía ser que no se recibiera de doctor.

Su madre quería ver la placa en la puerta de su casa antes de abandonar este mundo.

Toda la familia materna insistía los fines de semana cuando se reunía a comer los suculentos tallarines caseros propios de los inmigrantes italianos en que:

–“El Eduardo tiene que ser dotor”...”Porque la familia sin un dotor, no es una familia completa”…  “A él le falta tan poco para terminar la facultá...”

Lo que no sabía su familia era que Eduardo, desde hacía más de cuatro años ni pisaba la facultad. Pasaba su tiempo yendo de un extremo a otro de la ciudad haciendo corretajes. Tenía “minas” que atender. Y... ¿Qué pensaban? ¡Que las iba a mantener con lo que su madre le daba por mes! ¡Qué gansos! -pensó- ¡Todavía creen en los Reyes Magos!

El Eduardo es para la tía Faustina un bebé de pañales que todavía se chupa los deditos. ¡Pobrecito! Y para el tío Justo es el nene que patea la pelota con él los domingos...

Y... Ni qué decir para la abuela Anunciatta: –Vení, vos, Eduardo, mirá qué te tengo preparado hoy. Vení, abrí la olla. Mirá... Para el nieto dotor... ¡El dulce de zapallo más rico que hace la abuela!

¿Y su primo Giulio? ¡Grandote como Classius Clay y sin embargo, cuando lo veía ante sí, con todo el estudio que tenía, se hacía pequeño como Pulgarcito!

Había metido a toda la familia de su madre en el bolsillo. ¡Si supieran!

La chapa de doctor no la iban a ver nunca. Él no tenía pasta de médico. Si cuando presenció la primera operación se pasó el resto del día descompuesto. ¡Qué se creían! ¿Que iba a pasar su vida entre tripas humanas y gente enferma?... ¡Algún día!

El nació para conquistar a las mujeres. No había "mina” que se le resistiera: la Rosita, la Elsa, la Teresa… ¿A cuántas les había hecho el cuento ya? Mejor no llevar la cuenta.

El haría fortuna. Sería en el futuro un hombre de negocios importante. Se transformaría en exportador. Luego recorrería el Mundo. Los principales mercados, las ciudades más famosas por su vida nocturna... Tendría una sociedad anónima. No mejor aún, llegaría a ser dueño de una corporación. Monopolizaría la importación y la exportación de cueros. No, mejor, las lanas... Y luego, armaría yates y barcos. Recorrería la Tierra sin preocuparse demasiado por nadie ni por nada.

Mientras tanto, mantendría a su familia engañada. Cuando se enteraran de sus proyectos y de su carrera abandonada, ya estaría lejos, mojando sus pies en el Mediterráneo rodeado de gente de fortuna, de mujeres bellas y famosas y de empleados que le resolverían sus problemas, atenderían sus asuntos y se preocuparían por sus ganancias...

 

 ROMA, MARZO de 1980

 

–Eduardo, llaman a la puerta. ¿Por qué no atiendes? –la voz de Silvana, su mujer, sacó a Eduardo de sus recuerdos.

–Ya voy –respondió de mal modo, y al rato, después de calzarse las chinelas se dirigió hasta la puerta del pequeño piso de propiedad de ella, que ocupaban en la más importante Vía de Roma, con pasos lentos e inseguros.

Hacía escasos dos meses que estaban viviendo allí. El piso era la única propiedad que les quedaba. El y su mujer actual la  actriz y vedette Silvana Vitale, habían consumido toda la fortuna de ella en los casinos más afamados de Europa.

Se acercó a la puerta. Giró el picaporte. Se encontró de pronto con el cartero.

–Telegrama de Argentina para el señor Eduardo Scianginatto Caruccio.

¿Es Usted? –preguntó aquel extendiendo su brazo en dirección al hombre quien contestó de modo confuso:

–Sssiii....  Soy Yo.

–Tiene que firmar aquí. Sírvase la lapicera. Por favor, donde está marcado –siguió explicando la voz monótona del cartero; mientras entregaba el telegrama.

El señor Eduardo firmó. Despachó al hombre y con ademán nervioso abrió el telegrama. Leyó para sí:

–“Tu Madre falleció hoy 11 horas. Ataque corazón.” firmado: GIULIO.

Desde el dormitorio  de ambos, Silvana llamaba a su marido preguntándole:

–¿Quién es? ¿El diarero? ¿Mi fotógrafo? ¿Periodistas?...

Él no contestaba. Con el telegrama aún en sus manos trataba de recordar el rostro de su madre. Imposible. Hacía más de veinte años que no la  veía. Que no tenía entre sus dedos una fotografía de ella. Desde que abandonó su tierra natal en busca de su tan ambicionada corporación...

Ni siquiera había contestado a sus cartas. Las recibía y las guardaba en alguna parte sin abrirlas. Para Navidad le enviaba una tarjeta con su nueva dirección y después, nada.

Cerró sus ojos y vio la placa de bronce con la siguiente inscripción:

“DOCTOR EDUARDO SCIANGINATTO CARUCCIO”

 “MÉDICO CIRUJANO”

Puesta en uno de los costados del cajón de hermosa madera de roble oscuro herméticamente cerrado.

En el otro costado del mismo, una pequeña plaqueta:

 “MARIA  SCIANGINATTO”

“Q. E. P. D.”

Su Mujer, ya histérica y envuelta en un antiguo, costoso salto de cama, se aproximaba al lugar adonde él, aún de pie y con sus ojos cerrados, contemplaba la imagen del cajón con sus dos placas...





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