lunes, 30 de noviembre de 2015

PERCEPCIÓN  ATEMPORAL

 Como una nube extraña flotaba en el ambiente y me decía que estaba por suceder algo dramático a  mi alrededor.

Las primeras manifestaciones fueron un oscurecimiento casi completo del cielo, truenos cada vez más fuertes y relámpagos más y más próximos que impresionaban mis retinas con su luminosidad. Luego, ruidos que parecían provenir de las profundidades de la tierra.

Al rato de observar esto, comencé a sentir que el piso del departamento vibraba entre tenue y lentamente primero hasta llegar a producir la caída de objetos apoyados sobre los muebles a los pocos segundos, y por último, el estrepitoso desprendimiento de parte de las paredes, de la araña de la sala y de trozos de cielo raso...

No sabía a ciencia cierta lo que estaba sucediendo.

Lo que sí podía suponer era que se trataba de un terremoto o algún fenómeno parecido que estaba asolando a la ciudad. No me atrevía a desplazarme, llegar hasta el teléfono y discar el número de Emergencias.

El pánico se iba apoderando de mí ante la posibilidad de un desastre  total.

Tanto que no atinaba a moverme del lugar donde me hallaba; rodeada de yeso, de trozos de porcelana y vidrios, mampostería hecha añicos y demás.

Permanecí  por unos instantes estática.

Al cabo de unos minutos comencé a percibir los sonidos que provenían de edificios cercanos. Los gritos de dolor mezclados con angustiosos pedidos de auxilio de los heridos.

Empecé a ver pequeñas grietas en el piso de la habitación que iban modificando sus formas de manera rápida y constante.

Yo me encontraba paralizada, de pie, sobre una especie de isla.

A mi alrededor veía como una  enorme víbora que se deslizaba dejándome aislada del resto de las habitaciones que constituían mi departamento.

El pánico, que iba inmovilizándome, era terrible. Ni siquiera trataba de gritar, de emitir algún sonido que pusiese en evidencia mi situación desesperada.

No me daba perfecta cuenta del tiempo transcurrido.

Cada vez me resultaba más difícil moverme o intentar solucionar la situación en la que me hallaba.

Percibía cuanto sucedía y a pesar de ello, no podía efectuar movimiento alguno ya que corría el  peligro de caer en el vacío para siempre. Mi mente, sin que yo lograra evitarlo, fue retrocediendo en el tiempo hasta hallarme con mi propio nacimiento: “Veía claramente las luces del exterior; aunque no lograba distinguir forma alguna. Para mí la luz era tan desconocida que hería mis ojos semicerrados. Además, sentía como una ola de aire frío que iba penetrándome y como una fuerza superior a mi voluntad que me catapultaba hacia el vacío. Yo, no solamente no podía controlar la acción de dicha fuerza, sino que me sentía sometida a una serie de acontecimientos extraños. Así, escuchaba un estridente sonido y no sabía de dónde provenía, ni lo que quería significar. Tampoco lograba entender la razón por la cual debía abandonar el lugar adonde me sentía tan segura e ingresar dentro de una atmósfera enrarecida que obligaba a mis  pulmones a trabajar doblemente.

No sabía por qué salía despedida hacia el exterior a través de un inmenso túnel; de cuya existencia no tenía noticias, pero que sería el que me permitiría conectar dos universos... Al cabo de unos instantes que me parecieron interminables, me sentí transportada por dos enormes manos que me apretaban la carne hasta  producirme dolor...”

–¡Ea! ¡Oiga!

¿Quién me llamaba? ¿De dónde provenía esa voz? ¿Sería de ultratumba?

Quizá me indicaba que alguien había permanecido con vida después del cataclismo...

–¡Mujer!–. Una voz masculina me llamaba desde algún sitio.

–¿Quién? –atiné a pronunciar.

–Soy yo –oí una voz humana en medio del derrumbe.

–¿Quién? –insistí.

–Yo. El Hombre del departamento de al lado. Su vecino. Nos hemos salvado. Es un milagro. Todo el Edificio, menos este trozo, se ha derrumbado. Del resto de los habitantes, nada sé. Sólo alcancé a oír un quejido... ¿Está herida?

–No sé –respondí con un hilo de voz.

–No sé en qué mundo estoy viviendo... –continué al rato.

–¡Está a salvo! Déme una de sus manos. Yo la conduciré a través de este laberinto de grietas. No mire hacia ningún sitio. Sólo sígame –habló nuevamente el hombre.

–Es que no tengo fuerzas. No me puedo incorporar –contesté.

–Apóyese en mí y saldremos de este lugar cuanto antes –dijo el vecino.

Me arrastré como pude. Me aferré a la mano que me tendía. El miedo me absorbía impidiéndome realizar los movimientos de incorporarme y caminar. Mis piernas se doblaban como si fuesen de goma. ¡Imposible! –le dije –. No puedo desplazarme. No puedo sostener mi propio cuerpo. No deseo seguir viviendo.

–¡Márchese y déjeme aquí! –grité.

El vecino, entonces, se deslizó por entre las grietas y se acercó a mí.

Al verme aterrorizada, sólo atinó a tomar una de mis manos con decisión y a arrastrarme como pudo por entre los escombros del techo hasta llegar a su derruido departamento. Una de las habitaciones estaba casi intacta. Era como él había dicho: “Un milagro”.

Mi salvador me condujo a un sillón y allí me depositó.

–En un momento regreso. Veré los alrededores. Puede ser que halle alguien más con vida –dijo –,  y se marchó.

Mientras mi vecino se alejaba, alcancé a divisar una enorme forma que avanzaba sobre mí y que me tomaba en sus brazos...

–¡No! –un grito desgarrador que se expandió por entre los edificios destrozados, partió de mi garganta y me desplomé en un desmayo.

Cuando regresé al mundo de la conciencia, ví a Mariano, que así se llamaba mi vecino, a mi lado. En sus brazos, sostenía un Bebé que dormía plácidamente después del terremoto de mayor intensidad que hubiese asolado a la Ciudad de San Cristóbal.

 

 

 

 

 

 LA CHAPA DE BRONCE

 La Boca, marzo de 1960.

Lo importante es eso. Sí. Llegar. Ser alguien. Recibirse de doctor o por lo menos, de algo. Pero, recibirse. Porque la  sociedad podía perdonarle muchas cosas. Por ejemplo, dejar una mujer embarazada y marcharse al ver el primer síntoma; o aprovechar su amistad con el ministro para traer al país artículos de contrabando; o también el tener tantas deudas como letras en su nombre y apellidos que... ¡Eran unas cuantas!...Como que se llamaba Eduardo Scianginatto Caruccio.

Era hijo natural. ¿Sería acaso por esa razón que  su madre lo había anotado con dos apellidos?

Esto también le habían perdonado. Nadie le había echado en cara el hecho de no tener padre legal como el resto de los muchachos del barrio.

Nunca pudo averiguar de dónde había sacado su madre esos apellidos.

Sin embargo, no podía ser que no se recibiera de doctor.

Su madre quería ver la placa en la puerta de su casa antes de abandonar este mundo.

Toda la familia materna insistía los fines de semana cuando se reunía a comer los suculentos tallarines caseros propios de los inmigrantes italianos en que:

–“El Eduardo tiene que ser dotor”...”Porque la familia sin un dotor, no es una familia completa”…  “A él le falta tan poco para terminar la facultá...”

Lo que no sabía su familia era que Eduardo, desde hacía más de cuatro años ni pisaba la facultad. Pasaba su tiempo yendo de un extremo a otro de la ciudad haciendo corretajes. Tenía “minas” que atender. Y... ¿Qué pensaban? ¡Que las iba a mantener con lo que su madre le daba por mes! ¡Qué gansos! -pensó- ¡Todavía creen en los Reyes Magos!

El Eduardo es para la tía Faustina un bebé de pañales que todavía se chupa los deditos. ¡Pobrecito! Y para el tío Justo es el nene que patea la pelota con él los domingos...

Y... Ni qué decir para la abuela Anunciatta: –Vení, vos, Eduardo, mirá qué te tengo preparado hoy. Vení, abrí la olla. Mirá... Para el nieto dotor... ¡El dulce de zapallo más rico que hace la abuela!

¿Y su primo Giulio? ¡Grandote como Classius Clay y sin embargo, cuando lo veía ante sí, con todo el estudio que tenía, se hacía pequeño como Pulgarcito!

Había metido a toda la familia de su madre en el bolsillo. ¡Si supieran!

La chapa de doctor no la iban a ver nunca. Él no tenía pasta de médico. Si cuando presenció la primera operación se pasó el resto del día descompuesto. ¡Qué se creían! ¿Que iba a pasar su vida entre tripas humanas y gente enferma?... ¡Algún día!

El nació para conquistar a las mujeres. No había "mina” que se le resistiera: la Rosita, la Elsa, la Teresa… ¿A cuántas les había hecho el cuento ya? Mejor no llevar la cuenta.

El haría fortuna. Sería en el futuro un hombre de negocios importante. Se transformaría en exportador. Luego recorrería el Mundo. Los principales mercados, las ciudades más famosas por su vida nocturna... Tendría una sociedad anónima. No mejor aún, llegaría a ser dueño de una corporación. Monopolizaría la importación y la exportación de cueros. No, mejor, las lanas... Y luego, armaría yates y barcos. Recorrería la Tierra sin preocuparse demasiado por nadie ni por nada.

Mientras tanto, mantendría a su familia engañada. Cuando se enteraran de sus proyectos y de su carrera abandonada, ya estaría lejos, mojando sus pies en el Mediterráneo rodeado de gente de fortuna, de mujeres bellas y famosas y de empleados que le resolverían sus problemas, atenderían sus asuntos y se preocuparían por sus ganancias...

 

 ROMA, MARZO de 1980

 

–Eduardo, llaman a la puerta. ¿Por qué no atiendes? –la voz de Silvana, su mujer, sacó a Eduardo de sus recuerdos.

–Ya voy –respondió de mal modo, y al rato, después de calzarse las chinelas se dirigió hasta la puerta del pequeño piso de propiedad de ella, que ocupaban en la más importante Vía de Roma, con pasos lentos e inseguros.

Hacía escasos dos meses que estaban viviendo allí. El piso era la única propiedad que les quedaba. El y su mujer actual la  actriz y vedette Silvana Vitale, habían consumido toda la fortuna de ella en los casinos más afamados de Europa.

Se acercó a la puerta. Giró el picaporte. Se encontró de pronto con el cartero.

–Telegrama de Argentina para el señor Eduardo Scianginatto Caruccio.

¿Es Usted? –preguntó aquel extendiendo su brazo en dirección al hombre quien contestó de modo confuso:

–Sssiii....  Soy Yo.

–Tiene que firmar aquí. Sírvase la lapicera. Por favor, donde está marcado –siguió explicando la voz monótona del cartero; mientras entregaba el telegrama.

El señor Eduardo firmó. Despachó al hombre y con ademán nervioso abrió el telegrama. Leyó para sí:

–“Tu Madre falleció hoy 11 horas. Ataque corazón.” firmado: GIULIO.

Desde el dormitorio  de ambos, Silvana llamaba a su marido preguntándole:

–¿Quién es? ¿El diarero? ¿Mi fotógrafo? ¿Periodistas?...

Él no contestaba. Con el telegrama aún en sus manos trataba de recordar el rostro de su madre. Imposible. Hacía más de veinte años que no la  veía. Que no tenía entre sus dedos una fotografía de ella. Desde que abandonó su tierra natal en busca de su tan ambicionada corporación...

Ni siquiera había contestado a sus cartas. Las recibía y las guardaba en alguna parte sin abrirlas. Para Navidad le enviaba una tarjeta con su nueva dirección y después, nada.

Cerró sus ojos y vio la placa de bronce con la siguiente inscripción:

“DOCTOR EDUARDO SCIANGINATTO CARUCCIO”

 “MÉDICO CIRUJANO”

Puesta en uno de los costados del cajón de hermosa madera de roble oscuro herméticamente cerrado.

En el otro costado del mismo, una pequeña plaqueta:

 “MARIA  SCIANGINATTO”

“Q. E. P. D.”

Su Mujer, ya histérica y envuelta en un antiguo, costoso salto de cama, se aproximaba al lugar adonde él, aún de pie y con sus ojos cerrados, contemplaba la imagen del cajón con sus dos placas...





domingo, 29 de noviembre de 2015

TELARAÑA

Y a través de la tela, nos mirábamos.

¿Recuerdas?

Una araña iba y venía tejiendo con sus suaves vaivenes una tela.

Recién había comenzado cuando tú y yo nos acercamos.

Quedamos mirando y mirándonos.

Mientras tanto, la tela crecía y la araña iba y venía.

Su fina intuición le decía que alguien la observaba.

O más bien, captaba que a través de su obra nosotros nos mirábamos. Sonreíamos. Hablábamos.

La tela sutil se iba haciendo cada vez más espesa y más grande. Nosotros seguíamos aferrados a nuestras miradas. Como hipnotizados.

No veíamos la tela que cada vez más firme, más densa, se iba transformando mientras ella, la araña, seguía y seguía subiendo y bajando; hasta que, poco a poco, fuimos quedando apresados.

Tú y yo en la misma telaraña. Tú y yo y nuestras miradas.

Ahora estábamos dentro.

Mientras la araña, pausada, seguía con su trama...

Nosotros: Tú y yo, apresados como dos ingenuos insectos.

Como dos bichitos que jugábamos al amor.

Al amor de las miradas, las sonrisas, las palabras...

Cada vez más difícil salir. La tela, tan fina, era ya una red cerrada.

Y tú y yo en ella.  ¿Para siempre? ¿O tal vez el tiempo de nuestras miradas?...

 

 

 TELEPATÍA

 

Conocí a Paula en una reunión de trabajo. Una de tantas -pensé cuando me la presentaron- y creí que todo quedaría sintetizado en ese juicio.

Más bien, en ese  pre-juicio.

Sin embargo, al cabo de un tiempo, me encontraba llamándola por teléfono al llegar a mi oficina ó antes de retirarme a mi departamento.

Fui necesitando cada vez más el sonido de su voz, sus palabras; esa comunicación a través del cable telefónico. Tanto, que no concebía mi existencia sin esa llamada diaria.

Un hilo subconsciente  se había extendido entre nuestras vidas.

Mas, aquello que se gesta de esa manera, padece las consecuencias de su propia fragilidad y así fue como repentinamente, Paula desapareció.

Inútiles fueron mis llamadas telefónicas.

Su teléfono, como por raro encantamiento, dejó de sonar y quedé con el tubo en la mano - más de una vez- y  sumido en una honda tristeza.

Mi mente comenzó entonces a intentar establecer una comunicación a través del espacio con la de Paula.

La llamaba en sueños y despierto.

Invocaba su nombre una y otra vez, sin recibir mensaje alguno.

Las conexiones se habían desvanecido y por más energía mental que consumiera, no lograba encontrar las ondas emitidas por la mente de Ella.

Sabía que sólo una razón poderosa había hecho que se alejara. Quería conocer sus motivos. Entenderlos. Hallar una respuesta.

Cada noche iniciaba una suerte de conversación mental dirigida en distintos sentidos, tratando de localizar la fuente que la absorbiera. Como no lograba tal cometido, mi  desesperación iba en aumento día tras día...

Cerraba la puerta de mi habitación, concentraba mis fuerzas mentales en su imagen, que conservaba aún viva, y enviaba  mensajes:

–Paula, te necesito. Contéstame. O bien:

–¿Dónde te encuentras? ¿No oyes mi llamado?

–¡Te estoy llamando con mi mente!

Ella no acudía a mi cita y otra vez me sumía en una angustia inexplicable.

Mi mente necesitaba de la mente de ella.

No era sólo atracción física la que me unía a su recuerdo, como creí en un principio.

Transcurrió mucho tiempo y por más que me lo propusiera no lograba evadirme, olvidarlo todo. Había algo superior a mis propias fuerzas que me impulsaba a continuar. Tenía la profunda esperanza de recibir en algún momento su respuesta.

Mientras tanto continuaba con mi trabajo habitual. Asistía a reuniones de negocios. Conocía a mujeres hermosas, cultas, inteligentes.

Recibí atenciones de muchas de Ellas. Pero, mi mente no podía apartarse de aquella que supo introducirse en lo más profundo de mi ser.

Hasta que llegó el instante más difícil de mi propia existencia.

El médico, luego de ordenarme análisis y estudios clínicos de alta  complejidad, diagnosticó:

–Le quedarán entre tres a seis meses de vida. Sólo un milagro podrá  modificar estas  expectativas –.  Sostuvo convincentemente.

De inmediato, sin pensarlo, me encontré llamando a una comunicación con Ella:

–¡Paula! ¡Paula! ¡Me muero!...

Emití un S. O. S. dramático.

Esperé expectante unos minutos: ¡Nada!

Nuevamente me concentré y pensé:

–¡Paula! ¡Contéstame! ¡Me estoy muriendo!

–¡No! ¡No! ¡Que te amo!

Alcancé a percibir una mente que me contestaba.

Era Ella, estoy seguro.

¡Al fin sus ondas habían captado mi llamado!

Y..., una paz infinita, como la de la muerte, comenzó a invadir mi mente atormentada hasta dejarla totalmente en blanco.


LECCIÓN N° …

 DE LOS TRIÁNGULOS

 

–Un triángulo es una figura plana.  ¿Verdad? –pregunta la Profesora de la especialidad.

–Si  –contestan varias de las alumnas en forma no simultánea.

Continúa la voz monótona desde la pizarra:

–El triángulo es una figura plana delimitada... ¿Podríamos decir?...

Un pesado silencio le responde. Mientras, la poderosa imaginación de Adela se explaya por esos mundos  de ideas que la van alejando poco a poco de la materia y la van aproximando a especulaciones que, si bien comienzan con la palabra triángulo, la conducen por los intrincados caminos de la psicología humana.

Adela recuerda haber observado situaciones vividas por los seres que la rodean.

Su tía Lita, su tío Miguel y entre ambos, la figura un tanto lejana, pero  siempre presente de Teresa, la amiga soltera de Lita. Aquella llegaba a la casa en esos momentos en los que ellos gozaban de su intimidad. Cuando, después de un largo día de labor y de alejamiento, se sentaban en los cómodos sillones del living a comentar los sucesos diarios, aparecía ella inmersa en esa mutua entrega.

Adela seguía pensando...

Oía la voz de la Profesora como si fuera un murmullo cada vez más lejano.

–“Los triángulos pueden clasificarse según la medida de sus ángulos en: acutángulos, rectángulos, obtusángulos…”

Y su mente incapaz de permanecer  concentrada, continuaba con sus relaciones.

Su hermana Sonia, su novio Juan Carlos y el amigo de ambos: Rodolfo.

¿Cuántas veces había encontrado a su hermana a solas con su novio?

Tres o cuatro veces del total de oportunidades en los que se había detenido a observar.

Y si ahondaba en su observación... ¿Quiénes hablaban con mayor asiduidad? ¿Quiénes se entendían mejor?

Porque, Sonia, reía con Rodolfo.

Sonia hablaba más fogosamente con Rodolfo.

Juan Carlos era el novio oficial y se casaría con su  hermana.

¿Acaso necesitaba a ambos por igual?

Tan ensimismada en sus pensamientos estaba que, cuando la Profesora de Geometría dijo: 

–Señorita Adela ¿Puede clasificar los triángulos según la medida de sus ángulos?...

Ella sólo atinó a contestar:

–¿Puede repetirme la pregunta, por favor?

La Profesora, dándose cuenta de su distracción y después de llamarle la atención, le ordenó sentarse e interrogó a otra de las alumnas.

Pasado el primer momento de confusión Adela retornó casi sin quererlo a su pequeño universo.

Esta vez, se le presentó su Jefe.

¡Cómo dialogaba con Liliana! -su secretaria-

¡Cómo la miraba embobado cuando creía no ser visto!

En muchas situaciones había creído ver algo más profundo entre ellos que la camaradería. ¿Serían amantes?

Pensándolo con detenimiento, había instantes en los cuales sólo parecían existir en la oficina  su Jefe y Liliana.

Sin embargo, El era casado. Su mujer le hablaba todos los días por teléfono. Claro está que en más de una ocasión su Jefe hacía decir que no estaba o que se hallaba muy ocupado. Tal vez estaba enamorado de Liliana y no de su Mujer.

Cada vez que Adela fijaba la vista en la pizarra, veía triángulos y más triángulos.

La  Profesora avanzaba en su explicación:

–…“Se clasifican según sus lados en isósceles, equiláteros y escalenos”  –, y continuaba:

–“Un triángulo es isósceles, cuando tiene dos de sus lados iguales y el restante, desigual”

Adela, quien comenzaba a prestar atención, mentalmente comparaba:

Sonia, Juan Carlos y Rodolfo, forman un triángulo isósceles.

Con Sonia como base y Ellos como lados iguales de la relación.

La clase continuaba desarrollándose:

–...“Se llama triángulo equilátero al que tiene sus tres lados iguales entre sí”

Y la imaginación de la alumna no podía menos que asociar:

Tía Lita, tío Miguel y la amiga soltera de ambos: Teresa, constituían los vértices de la figura plana en la cual las distancias entre los mismos se mantienen constantes en su igualdad, o sea, son vértices equidistantes el uno de los demás. Como en esa  extraña relación.

Nuevamente alejada del desarrollo del tema Adela consiguió clasificar la relación existente entre su Jefe, su mujer y su secretaria como un triángulo escaleno debido a la notoria desigualdad.

La predilección puesta de manifiesto por su Jefe con respecto a Liliana y permanente descuido de la atención a su mujer.

...La explicación proseguía...

–“Resumiendo todo lo aprendido, diremos que los triángulos son figuras planas que pueden clasificarse según la medida de sus ángulos en acutángulos, rectángulos y obtusángulos ó, según sus lados en isósceles, equiláteros y  escalenos...”

 

PERTURBACIÓN EXISTENCIAL

 Detuvo al misil en el instante preciso a pesar de su indecisión inicial.

Ya nada haría contra la humanidad y quedaría inutilizado para siempre.

La poderosa bomba nuclear que portaba nada destruiría. Quedaría depositada en ese artefacto que, debido a la acción de John Henry Rock Fleming, se había transformado en el verdugo de su poderío. Estaría condenada a consumir su propia energía; a no estallar nunca, a morir.

Ella, justamente la hacedora de la destrucción del género humano, debería contentarse con consumirse a sí misma en una acción autodestructiva.

Sin embargo, los dedos de John Henry aún temblaban.

Sus músculos en tensión todavía habían contraído su rostro en una mueca extraña, que tanto podía considerarse siniestra como liberadora de su energía negativa.

Los ojos del científico aún miraban incrédulos y llameantes de ira al misil que acababa de desactivar.

¿Qué ocurriría después?

La pregunta comenzó a tomar cuerpo en el cerebro del  hombre quien ante la amenaza de una acción bélica entre las superpotencias, sólo había atinado a hacer lo que su conciencia  le había dictado sin medir las consecuencias de su acto desesperado.

Giró su cabeza hacia la pantalla del televisor que tenía a su derecha y alcanzó a ver el rostro -que se le  apareció deforme por su frialdad, terrorífico por sus intenciones, como si estuviera desintegrándose bajo los efectos de las radiaciones atómicas- del  Presidente de su País quien instaba, con términos que John Henry sabía, ocultaban una hipocresía cruel, a los habitantes a permanecer en sus sitios, en sus refugios anti-bombas construidos  especialmente debido a la amenaza constante de una eclosión atómica.

Escuchaba nítidamente sus palabras falaces diciendo:

–"No temáis. La situación se ha tornado gravísima y en instantes estallará la Guerra Nuclear. Mas, nada os ocurrirá si mantenéis la calma. Nuestro País os necesita vivos y atentos. Nuestro País ganará porque ha tomado todas las precauciones para que eso suceda".

Estático, como sujeto al piso del laboratorio nuclear que le habían confiado, John Henry ya no veía ni oía más que la voz de su conciencia que le decía:

–“No le creas. Todos morirán. Los unos y los otros. Todos desaparecerán y tú serás uno de los responsables del desastre por haber perfeccionado la potencia y precisión con que se disparan estos misiles. Tú que fuiste incapaz de entregar tu inteligencia a las  Fuerzas de la Paz. Vendiste tu existencia y la del género humano por unos dólares que tienes guardados en tu caja de valores del banco Great City. Ni tú ni ellos escaparán a la radiación que consumirá la vida sobre la tierra. Las cajas de seguridad estallarán y se incendiarán. Tus dólares se transformarán  en cenizas contaminadas en  escasos segundos... Tus casas, tus autos, tu familia, nada escapará de la destrucción producida por tus misiles, aquellos que has contribuido a desarrollar”.

Desesperado John Henry corrió en pos de las pantallas  de televisión diseminadas en el sitio  y que transmitían desde los distintos canales internacionales.

Todas las naciones de la tierra fueron pasando por las pantallas que, como atontado, miraba el científico:

Aquí Ginebra: –Es inminente el ataque nuclear entre las superpotencias...

Aquí Roma: –En momentos y el mundo habrá acabado...

Aquí París: –La sombra del hongo atómico ha paralizado a la ciudad...

Aquí Caracas: –Hay dificultades en las comunicaciones con los centros nucleares del mundo...

Aquí Sidney: –El primer misil está a punto de ser disparado...

Aquí Tokio: –La herencia de Hiroshima nos enseña a no confiar en el futuro…

Aquí Buenos Aires: El cono sur podría ser alcanzado por las radiaciones nucleares...

–¡No! ¡No! ¡No! –gritó desaforado John Henry en un ataque de nervios que le obligaba a correr, gesticular, gritar, llorar, golpear..., hasta caer exhausto sobre la alfombra de plomo que cubría el piso que ocupaba.

Eran las seis de la mañana. Ya comenzaban a filtrarse los más saludables rayos de luz provenientes de nuestra estrella máxima y la señora de John Henry aguardaba. Sentada en su confortable cama matrimonial intentaba percibir sonidos del mundo exterior a través de los mini-auriculares conectados a sus oídos, sin obtener resultado alguno.

De su mirada apacible, de su aparente calma, no trasuntaba la honda preocupación que la había mantenido despierta desde las tres de la madrugada.

Johnny, como llamaba Ella cariñosamente a su esposo, no había arribado aún. Ella conocía sus manías y más que nada, estaba habituada a las tardanzas de su genial compañero. Sabía que cuando permanecía en el laboratorio, perdía la noción del tiempo. Sabía también que a veces le encomendaban tareas difíciles que no debía delegar en sus asistentes. Era uno de los cinco científicos de confianza del gobierno y debía realizar investigaciones confidenciales que se transformarían luego en “Secretos de Estado”.

De ahí que Mary Ann no se inquietara más allá de lo prudente.

El ser humano es un animal de costumbres y la mujer venía viviendo estas situaciones desde su casamiento. Por eso, más bien le convenía dormirse.

Sin embargo, lejos de despreocuparse, su nerviosismo iba en aumento a medida que pasaban los minutos.

–Intentaré llamar por teléfono –se dijo –, y si me contesta volveré  al mundo de los sueños: ¡El mejor de todos!

Algo extraño flotaba en el ambiente.

Su subconsciente se mantenía expectante y ello se traducía en ansiedad.

Tenía la certeza de hallarse ante un hecho inusual, una experiencia no del todo grata.

Y no se equivocaba.

Llamó repetidas veces al teléfono del laboratorio y nadie atendía las llamadas.

Más inquieta aún llamó a uno de los Asistentes de su esposo.

Marcó el número y aguardó. Ningún sonido. Silencio total.

Ya nadie la detendría.

Se incorporó en el lecho, saltó de él y apresuradamente se vistió.

En pocos instantes partía en su automóvil rumbo al laboratorio.

En el exterior todo aparecía normal. Las calles estaban transitadas por vehículos y transeúntes como de costumbre, lo mismo que la ruta de acceso al Centro Atómico.

Pero, la angustia de Mary Ann, crecía a medida que avanzaba en su carrera.

Su vista y sus oídos se hallaban atentos, ya que conducía a alta velocidad.

Su sexto sentido le decía que debía prepararse para enfrentar una prueba.

Se introdujo en el Centro de Investigaciones haciendo caso omiso de la alarma. Ella debía encontrar a su esposo. Y así, moviéndose dentro del laberinto de callejuelas llegó ante la puerta cuyo cartel decía: J.H.R.F.-209.

Llamó a la puerta repetidas veces. Nadie  acudía  a sus llamadas.

Despavorida quiso huir y no pudo. Una fuerza superior a la de la gravedad la retenía adherida al piso de plomo.

Quiso gritar,  pedir auxilio y su garganta no emitía sonido alguno.

Con mano insegura buscó una llave en su bolso y la introdujo en la cerradura.

En el revelador instante en que abría la puerta y veía a John Henry desplomado, inerte, sobre la gruesa alfombra de plomo, alcanzó a oír la insistente sirena de los móviles de las fuerzas de seguridad que se aproximaban.

Presa de pánico, levantó su vista y alcanzó a ver las pantallas de todos los televisores que transmitían idéntica imagen y la noticia:

–“La población no debe alarmarse. Hemos retransmitido por la Cadena Mundial de Televisión un simulacro de las instancias previas a una Guerra Nuclear”.

–“Agradecemos a las Fuerzas de Paz el  habernos facilitado el film. Volveremos con un programa similar el próximo martes a las tres a.m. de nuestro país.”

–“A partir de este momento los canales continúan con sus programas habituales...”